martes, 1 de marzo de 2011

Cuento de rabiosa actualidad


Mi mundo se desmoronó. Todo lo que le daba sentido a mi vida y me mantenía firmemente en la línea, desapareció de golpe en las navidades del 2010. Mi trabajo como periodista había llegado a su fin gracias a la crisis económica que afectaba al país. La cifra de despidos en la prensa había alcanzado el alarmante número de 2.000 personas en los últimos meses y conseguir un puesto en el sector laboral se hacía cada vez más difícil.

Para colmo, mi vida personal no estaba tampoco en su mejor momento. Las discusiones con Amelia eran cada vez más constantes y nuestra relación se había enfriado tanto que parecía que estábamos en el Polo Norte. Cuando le conté que me habían echado a la calle comenzó a excusarse y a evitarme, hasta que finalmente dejó de verme.

Sufrí una terrible depresión que me mantuvo encerrado en casa durante varias semanas, sólo salía para conseguir lo indispensable para vivir y cuando estaba solo me dedicaba a perder el tiempo y a lamentarme mientras me emborrachaba. Intenté escribir algún artículo, pero hasta mi habilidad para escribir me había abandonado, la inspiración y el interés se habían esfumado.

El espíritu navideño tampoco ayudaba, desde mi ventana podía ver a familias y a parejas felices que me mostraban todo lo que yo no tenía. Como ya no soportaba más el ambiente y comprendía que mi situación no me estaba llevando a ningún sitio, decidí realizar un cambio de aires. Reuní gran parte del dinero que había guardado y elegí un país exótico y caluroso que me hiciera olvidar mi vida y me devolviera mi afán periodístico.

El destino escogido fue Egipto, ya que cumplía con todas las condiciones que buscaba. Al parecer unas revueltas habían comenzado debido a la pésima situación social y económica en la que se encontraban muchos jóvenes. La nueva vía utilizada para convocar estas manifestaciones era, por supuesto, internet. La chispa que había hecho prender la pólvora había sido un joven tunecino inmolado como símbolo de protesta.
Al llegar allí no esperaba encontrarme tanto caos, la ciudad se había convertido en un auténtico escenario de batalla campal. Desde luego, parecía que las intenciones por parte del pueblo eran serias y no iban a echarse atrás. Los ciudadanos habían dejado sus tiendas vacías para instalarse en la plaza Tahrir, centro neurálgico de la revuelta.

A pesar del peligro que estaba viviendo, no podía contener la emoción de estar presenciando aquel momento posiblemente histórico. Era como si hubiera vuelto a nacer, mi estado de ánimo había mejorado, en definitiva, estaba contento e inspirado. La transición que el pueblo estaba buscando era un tema perfecto sobre el que escribir, y lo estaba viviendo en mis propias carnes, en primera fila ni más ni menos. 

Un día me desperté temprano, como tenía las piernas dormidas me puse a recorrer las calles, esto me servía también para empaparme del ambiente que allí rondaba y así escribir con conocimiento de causa. De repente, oí un llanto que no provenía de muy lejos. Busqué el origen de aquel lamento y me encontré con una situación que me conmovió. Ante mis ojos se encontraba una niña pequeña de unos seis años, ensuciada y acurrucada en el suelo. Le pregunté qué hacía allí y dónde estaban sus padres, pero lo único que saqué en claro era que estaba perdida y que no había nadie allí para ayudarla.

Tras meditarlo un instante, opté por llevarme a la niña conmigo, no podía dejarla sola en esas condiciones. Le di unos sambousek para que comiera algo y se tranquilizara, después la cogí de la mano y la llevé al hotel. En cuanto estuvimos a buen recaudo comencé a realizar varias llamadas para averiguar si alguien había notificado la desaparición de una niña.

Como no conseguí ninguna información útil fui preguntando en la recepción si conocían de algo a la pequeña. No saqué nada en claro, así que volví a preguntar a la niña quién era y qué había pasado. Esta vez conseguí que me revelara su apellido, Naara, y me contase cómo ella se había separado de su madre por el jaleo de una carga policial.

Con esta nueva información ya tenía algo con lo que empezar y no podía perder más tiempo. Esta vez sí hubo suerte, al parecer un empleado del hotel conocía a una familia con el mismo apellido, comprobé la dirección, ésta se encontraba cerca de la zona donde había conocido a la niña. Cuando volví a la habitación Naara se había dormido, no quería despertarla así que aproveché el tiempo dedicándolo a mi artículo.

Mientras tanto, en las calles empezaba a haber un optimismo creciente, Mubarak estaba cediendo y se hablaba de una dimisión inminente. La voluntad de los jóvenes era fuerte, y ya no toleraban que su presidente corrupto siguiera ejerciendo ningún cargo. Naara se despertó, le comuniqué que pronto vería a su madre, creo que me entendió porque esbozó una leve sonrisa.

Durante el tiempo que tardé en llevar a Naara a su hogar, varios pensamientos cruzaban mi mente. El más importante de todos que se anteponía al resto era un mensaje claro y seguro, por muy mal que vayan las cosas, ya sea a parados, a países o a niñas perdidas, siempre hay que conservar la esperanza, porque todo puede cambiar.


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