Unos optan por ser deportistas y esculpirse un cuerpo mazizo mientras que otros venden sus principios para medrar en un trabajo capaz de satisfacer el estilo de vida consumista característico de Occidente. Un coche, un traje, o un buen televisor de plasma que nos permita nutrir nuestra cabeza con un mínimo de telebasura y de publicidad diaria, pueden ser algunos de los premios con los que nos recompensamos para evitar pensar en los aspectos desagradables del prójimo.
No es de buena educación rebelarse ni poner el grito en el cielo ante cualquier injusticia, porque Dios no lo quiera, estaríamos llamando la atención, y perder los papeles en una sociedad avanzada e interconectada donde todos somos amigos es algo censurable que nadie se puede permitir. Sin embargo ¿Qué pasa cuando alguien se sale del redil?
Según los datos obtenidos por la Cátedra Fundación Alicia Koplowitz en El libro blanco de la psiquiatría del niño y el adolescente de este 2014, los médicos han establecido que uno de cada ocho menores está afectado por algún tipo de trastorno mental y más de 1,6 millones están expuestos a desarrollarlos por su situación de riesgo.
El elevado número ha alarmado a algunas de las comunidades autónomas, especialmente al País Vasco y a Cataluña, que buscan establecer medidas preventivas para paliar estas enfermedades cada vez más crecientes. Aunque la noticia pueda sorprender en un primer momento, lo cierto es que las consecuencias son bastante lógicas una vez se analiza el panorama de estrés en el que convivimos.
El paro, la corrupción, el alcoholismo, la contaminación medioambiental y acústica, el pésimo nivel educativo o las familias desestructuradas son algunos de los factores que propician el incremento de estas taras mentales.
Sin embargo, el mayor problema lo encontramos en la ausencia de tratamientos, los jóvenes siguen empeorando psicológicamente sin que nadie mueva un dedo para solucionarlo hasta que se produce un incidente serio. Es entonces cuando la sociedad decide mirar y actuar increpando a instituciones y exigiendo una satisfacción que suele terminar con el confinamiento del chaval en cuestión. La medicación en estos casos no suele solucionar ya el problema pero sirve al menos para acallarlo. Mientras tanto, esos mismos males persisten en miles de jóvenes desorientados que necesitan ayuda para poder liberar esa carga que llevan.
El arte suele ser una salida prometedora para muchos de ellos, gracias a los proyectos creativos las enfermedades son ignoradas y plasmadas en un fascinante proceso que además sirve de guía a los psiquiatras a la hora de descifrar las claves que pueden causar las dolencias estudiadas.
Y es que hay una fina capa entre la locura y la genialidad que todavía sigue causando curiosidad incluso entre los más expertos en el tema, los trastornos bipolares han impulsado irónicamente la carrera de grandes artistas como Van Gogh, Kafka, Syd Barrett o el más reciente Leopoldo María Panero dejando un legado difícil de olvidar. Por esta misma razón no hay que olvidar que la locura, en su justa medida, puede ser utilizada positivamente a través del arte como canalizadora de nuestros miedos y de nuestras deficiencias siendo capaz de limpiar el alma.
No es de extrañar que los artistas más vanguardistas del siglo XXI intenten reproducir un tono de locura y de rareza en sus obras pictóricas porque, no nos engañemos, la demencia, lo escandaloso, lo sexual y lo perturbador siempre vende. Y es que hoy en día, ni siquiera hace falta venderlo a costa del talento, basta con impactar lo suficiente para ser el foco de atención en las redes sociales. Esto hace preguntarme ¿Por qué es tan preciada la locura?¿Tanto la necesitamos?¿Nos satisface presenciar las taras en las personas que nos rodean?
Es posible que la respuesta a estas preguntas no sea un rotundo sí, pero tampoco hay que obviar que lo terrorífico, lo extraño o desconocido siempre ha inquietado al hombre. Si no, díganme por qué triunfa tanto la literatura de Stephen King o el programa de nuestro querido amigo Iker Jiménez.